2014(e)ko apirilaren 29(a), asteartea

Biopolítica y Románico amoroso

"Tiempo, historia y sublimidad en el románico rural"
libro de Felix Rodrigo Mora.

El régimen concejil;
los trabajos y los meses;
y un capítulo dedicado al
románico amoroso-erótico.

EPÍLOGO
   
Comprender hoy de manera suficientemente objetiva la sociedad concejil, comunal y consuetudinaria (con monarquía) que, en su fase media y final, realizó el arte románico en los territorios libres de la península Ibérica es bastante difícil, lo que hace improbable la apropiada intelección de ese estilo. Ello se debe, sobre todo, a que su cosmovisión guía, la noción de amor como concepción axial y noción organizadora de la vida social, según se ha argumentado, ha desaparecido casi por completo de Occidente, y lo poco que todavía permanece será liquidado en muy poco tiempo, si no hay una reacción muy vigorosa en contra. Lo que ha cambiado en los siglos transcurridos no ha sido el objeto a conocer, que también (por destrucciones, agresiones, derribos, erosión, cambio en el contexto y en el paisaje, etc.), sino sobre todo el sujeto cognoscente que, al haber alterado cualitativamente su imagen del mundo y vida vivida por coerción y persuasión autoritaria principalmente, ya no es apropiado, en general, para entender con objetividad el arte románico
    En efecto, el siglo XXI halla a nuestra sociedad desplomada en una idea -impuesta desde el poder- de la existencia definida por la malquerencia y la animadversión universales, consecuencia de una larguísima fase histórica de desintegración del amor, como categoría y como experiencia convivencial, social, colectiva e individual, fase que comenzó en los siglos XIII-XIV, se agudizó con la Ilustración, la revolución industrial y la revolución liberal y alcanzó su culminación en el siglo XX, de manera que en la actual centuria ya nada, o apenas nada, pervive de afectuosidad en actos, ni de sus plasmaciones conceptuales, pasionales, volitivas, emotivas y estéticas.
    La extinción, deseada e inducida desde arriba, del amor en sí y del amor al amor en la sociedad contemporánea no es, sólo o principalmente, un fenómeno que perturba el mundo de los afectos y las emociones sino también, y en primer lugar, un hecho político y económico. La imposición por la fuerza del orden liberal en el siglo XXI establece un cuerpo social que se rige por seis formas básicas de desamor: 1) el temor a la sanción legal que es la esencia del tan celebrado Estado de derecho, esto es, el Estado policial; 2) el individualismo posesivo; 3) la propiedad privada absoluta y la acumulación de capital como forma específica de poder; 4) la competencia o guerra económica de todos contra todos, y, 5) la expansión ilimitada del ente estatal, de la coerción y la trituración desde fuera del sujeto, lo que equivale a su destrucción planeada, y 6) los choques entre Estados en el ámbito de lo planetario, lo que lleva a la militarización y al rearme, y en determinadas condiciones a la guerra entre Estados, la forma más común de conflagración en la historia de la humanidad.
    En el actual orden social, por tanto, ya no es el afecto hacia la colectividad y la adhesión por libre albedrío a los otros lo que organiza la existencia sino el temor, la codicia y la férrea voluntad de dominio total de las elites, por tanto el odio.
    Además, dado que la tiranía sólo es segura si los dominados están desunidos y enfrentados, la actual formación social tiene como séptimo rasgo definitorio la malquerencia universal, inducida desde las alturas del poder, de la que se sigue como efecto la atomización a gran escala con liquidación de los vínculos sociales fraternales, de los estados reflexivos unitivos, de las prácticas colectivas no jerárquicas, de las emociones longánimas y de las experiencias grupales trascendentes.
    La destrucción y ruina del amor se manifiesta en la desaparición de las formas concretas con que en el pasado fue conocido: de auto-negación y devoción ilimitadas, obrar por el bien de lo amado sin esperar nada a cambio, de benevolencia y de concupiscencia; fraterno, materno-paterno, filial y erótico; amistad, vecindad y compañerismo; lealtad, desinterés y longanimidad; negación de sí mismo1, entrega, generosidad y heroísmo; superación de la cárcel del yo, vida en común, darse al amor, extinguir todo lo que dañe el mutuo afecto (en primer lugar, la propiedad privada y el ente estatal), alegría de estar juntos y amor en actos al amor. Esto ha sido sustituido por el recelo, temor y miedo universales a la ley positiva promulgada por el Estado, a los aparatos militares y policiales, a la extrema derecha y al fundamentalismo religioso, a los efectos del mercado, a ser triturado en la sociedad competitiva, al otro, una vez convertido el yo por el orden social en enemigo perpetuo del otro, tanto como de sí mismo.
    El miedo ocasiona agresividad y ésta genera aborrecimiento, de manera que el odio de unos a otros, en un número infinito de variantes y formas específicas, es la vil emoción y pasión dominante, lo que establece un óptimo estado de cosas para el régimen de poder en vigor. De ahí que lo propio del actual orden es el conflicto interpersonal, la vida solitaria y, en definitiva, la pérdida de la dimensión colectiva de la existencia, lo que significa una colosal mutilación del ser humano tanto como su reducción a esclavo permanente, pues no existe la liberación individual, dado que aquélla por su propia naturaleza es un quehacer colectivo.
    El retroceso es tan tremendo que ya ni siquiera resulta comprensible y pensable para el hodierno sujeto medio, lo que Aristóteles expone en “Ética a Nicomaco” sobre la amistad, donde distingue entre la que se asienta en la utilidad y la que lo hace en el desinterés y la virtud, concluyendo que sólo ésta es verdadera amistad, pues en el presente todo lo que no tenga como fin directo e inmediato el logro de beneficios particulares, reales o ficticios, es no sólo despreciado sino, sobre todo, inconcebible. Tal es el grado de desintegración de las diversas expresiones del amor en las sociedades contemporáneas. Su esencia deriva de la realización despiadada de la formulación de Hobbes acerca de que lo óptimo para el Estado es el “homo hominis lupus”.
    En la sombría hora presente en que todo lo humano está siendo destruido en bien de la razón de Estado, la defensa de la amistad es una cuestión de primera importancia de la que depende en buena medida la recuperación y restauración de lo humano2. La amistad es una idea y una meta, en efecto, pero sobre todo es una práctica, de ella dependemos para no hundirnos en la infrahumanidad del odio y el egotismo, del interés particular y la soledad patológica, antesala de la nada y nada total en sí misma.
    En el siglo XX el amor, según se ha formulado, quedó reducido al enamoramiento como egoísmo a dos en la familia nuclear (realidad familiar ya en sí misma degenerada), etapa de transición hacia la completa aniquilación de aquél. Tal era una combinación de pedestres deleites emocionales y libidinales en el seno de la pareja, de manera que el beneficio personal de tipo egoísta quedaba bien asentado. Las novelas, el cine y la música se ocuparon de ello con gran dedicación, pero el desde arriba promovido auge del freudismo (que establece que las pulsiones de naturaleza sexual son la única necesidad auténtica del ser humano, enormidad llevada hasta el punto de sostener que, supuestamente, su no satisfacción ocasiona la enfermedad y la locura) desautorizó la ideología del enamoramiento que a finales del siglo XX ya estaba prácticamente liquidada. De manera que lo sexual fue durante un tiempo utilizado por los manipuladores institucionales de las mentes y las conductas de la multitud (intelectuales, académicos, educadores, estetócratas, psicólogos y comunicadores) para arrinconar y eliminar los últimos restos del amor. Esto, como se dijo, es muy diferente a lo que se encuentra en el románico, que aproxima amor y sexo fusionando ambos y, al mismo tiempo, respetando sus expresiones autónomas y en ocasiones incluso contradictorias.
    En un segundo momento, el ahora en curso, el sexo, a su vez, está siendo acosado, descalificado y preterido3 por procedimientos tan originales como efectivos, en beneficio de la ideología del medro a toda costa, en la forma de profesionalismo vehemente, devoción ciega por el trabajo asalariado, dedicación compulsiva a los negocios y entrega irracional al dinero y a la adquisición de más poder, con lo que está en marcha la construcción de un sujeto subhumano cuasi perfecto, que se realiza en la sumisión y la obediencia ilimitadas a autoridades ilegítimas propias del salariado, el “animal laborans”, lo que será -es ya, por desgracia- la culminación exitosa de la “revolución sexual” de los años 60 del siglo XX.
    El feminismo, en tanto que sección especial del aparato estatal y de las actividades propagandísticas de la clase patronal, es el encargado de transmitir tan viles pulsiones a las mujeres con indudable eficacia. De ahí ha salido que una parte de aquéllas estén ahora perdiendo los rasgos que Plutarco les atribuye, “coraje, valor y grandeza de alma”, para ser trasmutadas, y transmutarse algunas de ellas, igual que los varones, en seres mezquinos y serviles, en todo al servicio de la clase patronal, de los ejércitos y de las elites institucionales, incapaces de afectos positivos, atrapadas por el odio y militantemente hostiles al amor.
    En la segunda mitad del siglo pasado se dio la personalidad narcisista que vivía para ser amada, o al menos estimada y admirada, y no amar, pero en el presente se ha transformado en el sujeto solipsista o autista que no tiene necesidad de amar a nadie ni a nada, por supuesto, pero tampoco de ser amado, pues carece de vida emocional tanto como intelectual y volitiva, por lo que su estólida psique se satisface al completo en los goces sensoriales más simples (vinculados sobre todo al gusto y al estómago) y en el consumo de los subproductos que oferta la industria del entretenimiento. Tal ser ya no es propiamente humano, desconociéndose si esta situación es reversible y su existencia misma plantea un problema colosal, cuya acertada solución hoy ni siquiera se vislumbra. La clave del asunto es que, para crear las condiciones que permitan re-socializar al ser humano, es necesario que éste sea eso, humano, pero toda la acción institucional contemporánea se dirige a confeccionar sujetos dóciles de manera estructural, lo que exige seres despojados de su humanidad, de la capacidad de amar en primer lugar.
    Como consecuencia, en el presente el individuo común no logra comprender, pensar, concebir, sentir, añorar o desear darse al amor. Por el contrario tiende a recrearse y a gozar con el desprecio, el conflicto, la hostilidad, la animadversión, el rencor, la agresión verbal o física y el sometimiento del otro, su igual, al mismo tiempo que es asombrosamente manso, servil y entregado hacia las autoridades políticas, policiales, económicas, militares, mediáticas, intelectuales, judiciales e ideológicas. Toda una pléyade de maestros del odio propios de la modernidad, desde Nietzsche a Freud4, han enseñado a las masas a aborrecer y abominar, a detestar  y agredir a sus iguales de muchas maneras, al mismo tiempo que a adorar a sus superiores, a los que consideran y tratan como si fueran dioses. Ha de admitirse pues que la construcción desde arriba de la personalidad sádico-servil, la femenina no menos que la masculina, había alcanzado ya un éxito casi total a finales del siglo XX en Occidente.
    Sexo y amor son dos polos entre los que oscila la condición y existencia humana. El primero es placer y el segundo dedicación, devoción y esfuerzo desinteresado, lo que a menudo significa deber y displacer, admitidos y buscados. Todo amor tiende a ser heroico si es verdadero y, por eso mismo, se desentiende del propio interés y deseo para ponerse al servicio de aquello por lo que se siente cariño, haciendo del acto de amor un fin en sí y dejando a un lado todo lo demás. El quehacer erótico es, por naturaleza, diferente, pues se concreta en lo gozoso, proporcionando satisfacciones al ego. De ahí que el amor más profundo y más puro, el que entrega incluso la vida, el único a fin de cuentas digno de dicho nombre, puede llegar a ser considerado incompatible con las prácticas amatorias.
    Esa forma superior de amor es una vivencia humana magnífica, y todas las culturas necesitan de su existencia, en la forma de individuos y colectivos que se entreguen a ella, en un contexto de libertad y pluralidad en la que cada cual, tras retirarse al interior de sí mismo por un tiempo y dialogar intensamente con su propio yo, pueda escoger entre las diversas posibilidades contenidas en nuestra condición de seres humanos, vale decir, de entes sobremanera complejos para los que no existen ni opciones ni soluciones perfectas. Ahora bien, en la historia, el amor sin sexo ha ido unido a algo escalofriante, la pasión del poder, la voluntad de mandar y dominar a los otros: tal es la esencia de la gran mayoría del ascetismo, de prácticamente todo el puritanismo. La Iglesia tardó siglos en imponer el celibato al clero, al menos de manera formal, y el objetivo de ello no era ni elevado ni respetable, aunque podría haberlo sido, sino meramente ser una asociación capaz de maximizar su poder y preeminencia.
    Por tanto, la dejación de lo erótico suele ser un colosal acto de desamor. La experiencia histórica demanda que la precondición de la renuncia positiva a lo libidinal ha de ser la completa abdicación del ansia de dominar, política y económica. El afán de mandar a los otros, de ponerlos al servicio de los propios fines, es la peor de las pasiones viles, el más infame de los males. La Iglesia convirtió lo libidinal en el epítome del mal en Trento, sobre todo, precisamente para desviar la atención sobre su maldad interior, que consiste en el desamor más atroz, el dominio absoluto y manejo ilimitado del otro, asunto en que reside exactamente su negación del cristianismo verdadero.
    Si la vida humana fluctúa entre el sexo y el amor lo hace en realidad entre el goce y el dolor. El sexo proporciona placer y el amor demanda servicio, esfuerzo y entrega, lo que a menudo es negación de sí y padecimiento, también sufrimiento y dolor. Pero nuestra naturaleza es tan singular que en ese dolor escogido y deseado se encuentra serenidad, realización y sublimidad, hasta el punto de que por amor se arrostran los mayores peligros y se admiten los más exigentes sacrificios, mientras que el placer en sí suele llevar a la desolación psíquica y a la depresión, además de a todas las formas de debilidad y servidumbre. Nos hacemos en el servicio a lo amado y nos deshacemos en el placer, porque éste en definitiva es siempre disfrute del yo, con lo que contiene un componente egotista que nos disminuye, daña e incluso destruye como sujetos capaces de una existencia superior. El primero nos hace grandes y magníficos mientras que el segundo nos convierte en pequeños y mediocres. Hoy vivimos en una sociedad de seres insignificantes, precisamente porque en ella el placer se ha hecho forzoso y obligatorio, como goce de las pretendidas delicias del Estado de bienestar y de la sociedad de consumo. Sólo poniéndonos como meta el amor, que es esfuerzo y servicio desinteresados, podremos escapar de tal cárcel del espíritu.
          Recapitulando se puede decir que existe sexo pasional, sólo puro deseo carnal, sexo con amor, amor con sexo y amor sin adherencias, desinteresado, longánimo y puro en sus designios y heroico en sus manifestaciones5, perfecto en la intención por tanto, aunque nunca logre serlo en la práctica, por la incoherencia y flaqueza propias de la condición humana. Son cuatro las posibilidades que deben ser meditadas y optadas por cada cual y no una vez sino muchas a lo largo de la existencia, con la advertencia de que al escoger cabe error, es más, resulta bastante fácil desacertar, dado lo delicado y difícil de la cuestión. No se recomendará aquí ninguna de ellas porque el cerebro humano ha de contener reflexiones, no consignas. Al vivirlas en momentos sucesivos el individuo se completa, pero si se desea elevarse a un nivel superior hay que escoger lo más difícil, aquello que contiene más elementos de auto-negación, vale decir, de reconstrucción del yo a un nivel superior. El impulso libidinal, por sí mismo, es insuficiente e incompleto para los seres humanos que se tengan por tales. El sexo con amor es un avance, pero todavía está muy marcado por el interés y el beneficio particulares. El amor con sexo es excelente pero tiende a la ramplonería, a quedarse en los goces domésticos y triviales. El amor puro en un sentido magnífico, en otro tiene peligros formidables, en primer lugar, el afán de poder, la deshumanización, el llegar a ser una práctica ascética que robustece al yo contra el otro, pero a la vez suscita una energía interior en el sujeto a él adherido que le puede servir para hacerse combatiente desinteresado por el bien hasta el heroísmo.
    No hay ninguna fórmula perfecta pues ninguna de las cuatro posibilidades citadas lo es, conclusión que viene a poner en evidencia lo desolado y penoso de la condición humana, forzada siempre a escoger entre opciones incompletas, parciales y negativas en mayor o menor medida. Pero al mismo tiempo, la forma concreta que adopta el complejo sexo-amor afirma y desarrolla lo humano en un doble sentido al menos. Al ser una materia bien difícil, estimula el uso del entendimiento, y con ello, su mejora. Al tener que realizar elección, fomenta la utilización de la voluntad, del libre albedrío, que ha de escoger entre varias posibilidades. Si una de ellas se manifestara como óptima ni cabría optar ni sería necesario reflexionar, de manera que las capacidades espirituales quedarían sin uso, vale decir, en retroceso y acaso extinción. De ese modo, nos perfeccionamos por la admisión de lo difícil, lo complejo, lo dinámico, lo contradictorio y lo rotundamente plural.
    Cada cual debe elegir en unas materias en que hoy el Estado y mañana una sociedad libre organizada de forma asamblearia no pueden interferir coercitivamente, pues lo personal en este asunto no debe ser político. Precisamente se necesita una revolución para alcanzar ese estado de cosas, la libertad con responsabilidad en lo amoroso y amatorio, destruyendo toda forma de biopolítica, esto es, a los aparatos que la hacen e imponen, el Estado en primer lugar, el cual no puede existir sin ella.
    Por todo lo expuesto la sociedad occidental del siglo XXI a duras penas puede comprender la naturaleza del arte románico, de la peculiar formación social que lo constituyó y de la cosmovisión que lo vertebró. Es cierto que su deslumbrante belleza y excelencia aún logra atraer a amplias minorías, pero sus contenidos últimos permanecen ocultos e inasequibles para muchos. Encerrados en la sinrazón del egotismo y el desamor, convertidos en torpes, ciegos y sordos en buena medida por la soledad patológica y el odio a los iguales, enfrentados unos a otros como nunca lo hemos estado anteriormente, somos la consecuencia última, por el momento, del aterrador proceso de regresión que ha padecido Occidente desde los siglos XIII-XIV en un asunto decisivo, la capacidad de los seres humanos para convivir afectuosamente y constituir una sociedad en la que sea la colectividad toda la que gobierne, decida, idee y posea, de un modo mínimo para no asfixiar la capacidad y autonomía de la persona, con consideración, respeto y afecto para todas-todos y cada uno, sea cual sea su sistema de ideas, religión y creencias, con libertad básica, grupal tanto como individual, de conciencia, política y civil, y equidad razonable.



    Igual que hacían los copistas altomedievales celebraré la terminación del libro tomando un vaso de vino, de la bodega que tiene en El Bierzo mi amigo Ricardo.

    ¡A vuestra salud, física y espiritual, amigas y amigos!

     Félix Rodrigo Mora

 


iruzkinik ez:

Argitaratu iruzkina